LA MUJER EN LA HOSPEDERÍA (10)
Aquí
todo esto es ajeno al frenesí, pero siempre hay movimiento, todo está
perfectamente medido, son tres simples palabras que no dejan ningún hueco en
las veinticuatro horas de cada día: “Ora
et labora”. Procuro adaptarme lo mejor posible, e incluso me gustaría
seguir de una manera más calcada el ritmo de vida de los monjes, pero no lo
consigo. Las interrupciones de la oración son las que rompen el transcurrir de
mi tiempo. A veces siento el deseo de ir a rezar con ellos; y he salido
corriendo por el pasillo hacia la iglesia cuando he oído el sonido de la
campanita. Aunque a los diez o veinte pasos paraba mi carrera y, o regresaba a
la celda o daba un paseo para descubrir lugares desconocidos de la abadía.
Otras veces me he acercado al portón de entrada a la iglesia para escuchar los
hermosos cánticos gregorianos; los más de cuarenta monjes forman un coro excepcional,
aunque no pienso que todos canten bien, alguno se mantendrá callado únicamente
moviendo los labios. Es curioso, nunca he reparado que muchas de mis
músicas “clásicas” favoritas forman parte de la denominada música sacra, ya sea
el jubiloso Aleluya de Handel o el
rítmico ─y vibrante─ principio del Gloria
de Antonio Vivaldi.
Hoy quiero dormir, intentaré dormir hasta
buena mañana o hasta que alguna campanita del corredor me despierte. Estaré
escribiendo estas notas hasta que el sueño lo permita.
Estuve esta mañana un buen rato en la
entrada, con el hermano portero y constaté que es mucho más comunicativo en
nuestras charlas de madrugada en el claustro de dentro. Es posible que fuese
impertinente o inoportuno pero le interrogué sobre el padre prior, el abad. Desde que
llegué únicamente he hablado con él dos veces, y en la segunda solo cruzamos
unas pocas palabras de correcto saludo. Quizás no hemos empatizado lo
suficiente, o existen demasiadas cautelas, no sé. En cierto modo le comprendo
muy bien, él no sabe qué me ha traído aquí ni quién me envía. Al hermano
portero (aún no conozco su nombre) no le agradó mi pesquisa.
También le interrogué sobre su vida en el
monasterio y ahí fue más explícito. Le dije:
─¿No resulta monótona y demasiado rutinaria
la vida en un monasterio?
Se tomó con calma pensar la contestación.
Después de un par de silenciosos minutos respondió:
─Desde luego, eso es como todo en la vida.
También nosotros aquí estamos expuestos a la monotonía, sin duda. Es, incluso,
fácil caer en ella ya que las personas hemos sido creadas para darnos a los
otros y si, algunos momentos, perdemos este horizonte, o sentido, de entrega
nos afectará la monotonía irremediablemente. Creo que ella puede afectar a
cualquier estado de vida, se tenga la vocación que se tenga.
─¿Y cómo la superan ustedes? ─le seguí
preguntando.
Otra vez tardó un rato en responder. A
veces la calma y serenidad de este monje altera la ecuanimidad que intento
tener, o aparentar.
─Desde que pisamos el monasterio por
primera vez y en toda la etapa del noviciado nos repiten en que la oración de
la noche, la de antes de irnos a dormir, debe estar dedicada, en parte, a
insistir en nuestro amor a Cristo y en nuestro deseo de entrega. Esta es la
manera que hace que al levantarnos por la mañana tengamos muy nítido el
propósito de nuestras vidas y así poder vivir nuestra entrega con una nueva
ilusión.
Después fui a la hospedería a comer. La
sala de la hospedería es muy grande, de techos altos, tiene aspecto de haber sido una antigua capilla. Ahora comenzaban a llegar bastantes
personas que pasaban allí varios días. Había mesas de madera maciza para diez
comensales, o más, y unas pocas para cuatro. Se nos rogaba que compartiésemos
las mesas con otras personas. Haciendo caso de esta preceptiva me dirigí a una
mesa pequeña ocupada por una mujer.
No la había visto antes por allí, supongo que
llegaría ayer o anteayer todo lo más. Le saludé cortésmente y le pedí permiso
para acompañarla en la mesa, cosa que aceptó con una sonrisa amable.
─El silencio puede ser terapéutico, no lo
dudo, pero es duro, ¿no? ─le dije para romper el hielo.
Calculé que edad tendría. Al menos, diez
años menos que yo.
─Sí, desde luego, pero hay momentos de la
vida en que es necesaria, muy necesaria, esa terapia ─hizo una pausa de varios
segundos─. No me gusta la palabra terapia, no la considero exacta. El silencio
es el estado que nos permite ser conscientes, y ser conscientes se basa en
poder contemplar nuestros propios pensamientos.
Seguimos comiendo envueltos en nuestros
pensamientos. Al finalizar le pregunté su nombre:
─Ayer me llamaba Dolor, hoy me llamo Esperanza…
Mañana deseo llamarme Liberada.
─Me encanta su nombre de hoy ─le contesté
sonriendo.
Y añadí:
─¿La veré después?
─Suele agradarme cenar a las ocho ─respondió sin
más.
Cuando recibí la noticia del nuevo destino
ya estaba preparado, no fue ninguna sorpresa; quizás llegó antes de lo que
esperaba, eso sí. Tendría unas vacaciones de dos semanas y después pasaría unos
pocos meses en Nueva York, en la central, para prepararme en todos los asuntos
concernientes al nuevo destino. Realmente no citaban cuál sería ese
destino, pero tenía firmes sospechas ─y fundadas─ de que sería algún lugar del
continente asiático. Desde luego no me agradaba, prefería algo no tan lejano ni
tan distinto. Pero no podía hacer nada, eso se tramitaba a unos niveles fuera
de mi alcance. Las cortas vacaciones las pasaría en casa, en España. Dos
semanas pasaban pronto, pero en K. P. Normand las cosas eran así, todo veloz,
supersónico.
En uno de los ratos que conversé con el
obispo Bergoglio él se lamentó de mi relevo pues le hubiese gustado que para el
siguiente curso impartiese a los novicios un seminario más elaborado y sin
precipitaciones. No le dije nada, pero eso era un factor de liberación para mí.
No era satisfactorio aquel compromiso al que me vi obligado por carecer de los
reflejos oportunos.
Me sorprendió con una pregunta:
─¿Les has hablado sobre el “magis”?
─Imagino que sabe que sí lo he hecho ─le
dije─ es un aspecto muy interesante del liderazgo al modo jesuítico pero que tiene
conexiones directas con el liderazgo empresarial, aunque, quizás, difieran algo
en algunos aspectos. Y sé que las palabras “más” y “todo” son las que más se
repiten en los Ejercicios de San Ignacio.
─Sí, “magis” es “más” ─contestó monseñor Bergoglio
mirando a la lejanía─. Los jesuitas trabajamos mucho esta palabra, nos
referimos con ella a la búsqueda del Más, y digo Más con mayúscula. “Magis” en
cierto modo es crecer, ir más allá, dar un paso más, incrementar las
capacidades… Es el intento de trascender de nuestras posibilidades y
competencias para ofrecerlas a los demás, al prójimo.
Sonreí y le comenté:
─Esto me hace recordar el cuento de aquel
tipo, un tal Darly o Darby, que invirtió todo su patrimonio para dedicarse a la
búsqueda de una veta de oro de la que había tenido noticias. Darby abandonó la
excavación cuando le quedaba un metro escaso para llegar a ella y alcanzar el
éxito. El “magis” ignaciano me trae siempre a colación que uno de los motivos
más corrientes de un desastre es el mal hábito de abandonar un proyecto cuando
uno se ve acosado por un fracaso puntual. En K. P. Normand ir siempre “un metro
más allá” es un lema muy repetido.
Bergoglio semicerró los ojos y bajó la
barbilla, en un gesto característico suyo, diciendo:
─¡Lástima! ¡Es una pena que nos abandones!
Otra vez miró a lo lejos, como abstraído. Y
añadió:
─Ya tardaremos bastantes años en volver a
vernos, y posiblemente será muy lejos de aquí… muy lejos de Buenos Aires.
Ignacio Pérez Blanquer
Académico de Santa Cecilia
Aparte de que están muy bien escritos, y con un lenguaje muy comunicativo, lo que más me gusta de estos relatos es que siempre nos entregan muchos conocimientos interesantes. Estudié seis años en colegio de jesuitas y nunca escuché nada del 'magis' y ahora me entero de eso y ya no se me olvida. Muchas gracias.
ResponderEliminarComo aficionado al deporte me encanta esa referencia implícita a la llamada ley número dos del deporte: Querer ir un poco más allá.
ResponderEliminarSigo disfrutando de todos tus escritos, gracias profe.
Se encontrarán en Roma???
ResponderEliminarOtra vez la gran separación de dos mundos diferentes, uno donde la calma y la paz es lo habitual (aunque el personaje no acaba de encontrarla, su cabeza anda en otros lares) y el otro, el mundo de las prisas, donde todo y todos, hasta los pensamientos, van por delante.
ResponderEliminarMe llama la atención, quizás por que yo así lo creo, la insinuación del monje portero sobre el poder de la oración y me sorprende un poco ese nuevo personaje que cambia de nombre cada día.
Como todos los demás capítulos, me ha gustado mucho y me quedo con las ganas de leer el siguiente.
Lo que mas me gusta de este capítulo es la atmósfera que has conseguido crear y que se transmite al lector. Ese silencio, esa paz, seductora, que te llama a entrar en la iglesia aunque te resistes a ello a pesar de los "cantos de sirena". Vives sin vivir en ti, como la santa de Ávila. Te gusta ese remanso de paz, pero eres consciente de que no perteneces a él y eres consciente también, de que no eres dueño de tu vida, de tus actos, eres como un soldado y vas a donde te destinen.
ResponderEliminarBergoglio te conoce, te valora y siente que te alejes aunque espera verte en un futuro no demasiado lejano ¿Donde? ¿Quizás en Roma?.
Tu vida está marcada por ese "magis" del que habláis, ese "Magis" que Bergoglio escribe con mayúsculas y pienso, que tu también.