EL MUNDO DE LA MÚSICA. CAP. XIII y (2) La música francesa del siglo XIX

La Música  francesa del siglo XIX y (2) 
Georges Bizet (1838-1875)
Georges Bizet, cuyo verdadero nombre era Alexander Cesar Leopold Bizet, podía presumir de su ascendencia musical: su padre era cantante y compositor; su madre era pianista; y su tío, François Delsarte, célebre profesor de canto. Bizet nació en París. Recibió las primeras lecciones musicales de su padre con sólo cuatro años, su progreso fue tan rápido e inusitado que, a los nueve años, hubo que dispensarle el requisito de la edad para ingresar en el Conservatorio de París, donde fue discípulo de Fromental Halévy, compositor de óperas. Pronto dio muestras de su talento como compositor con un sorprendente ejercicio de estudiante: La Sinfonía en Do mayor (1855), una composición juvenil nada original. Sin embargo, el hecho de que hubiera en ella motivos utilizados más tarde en La Arlesiana y en Carmen, demuestran que su estilo ya estaba madurando. La sinfonía permaneció inédita hasta que en 1933 fue redescubierta y transformada en ballet por el coreógrafo George Balanchine, estrenándose en París, el año 1935.
            Después de ganar el Prix de Rome (1857), permaneció tres años en Italia donde compuso entre 1858-59, la ópera cómica Don Procopio. En 1860 volvió a París. En la década de 1860, Bizet trabajó en  una ópera que su profesor y mentor Halévy  había dejado inconclusa. Su primera obra teatral, una breve opereta de un solo acto, titulada  El doctor Milagro, obtuvo un premio concedido por Offenbach. En 1863 compuso su primera ópera larga: Los pescadores de perlas, famosa por su conmovedor dueto, dedicado a la amistad, para tenor y barítono: Au fond du temple saint. En esta obra, Bizet mostró por vez primera su gusto por el colorido oriental, influido por Gounod. La influencia de éste se advierte también en su ópera en un acto: Djamileh, basada en un poema de Alfred de Musset, y en su ópera La bella muchacha de Perth, inspirada en una historia de Walter Scott.





            En 1872, el francés Alfonso Daudet escribió una obra de teatro un tanto extraña: La Arlesiana, para la que Bizet compuso la música. Una obra de maestro como también lo son la suite pianística de Juegos de niños y la versión orquestal de las cinco piezas que Bizet tituló: Petite suite. Ningún otro compositor francés de su época pudo expresarse con tanta sencillez y tanto refinamiento.




            En su última composición: Carmen, Bizet puso toda su sabiduría y experiencia, pero el color español de la obra, ilustrado a la perfección en la pegadiza aria de la Canción del torero y los retratos líricos tan realistas, no fueron del gusto francés y, por lo visto, tampoco de sus coetáneos, pues Gounod escribió lo siguiente: <<Quitad las arias españolas…de la partitura y lo único que queda atribuible a Bizet es la salsa que cubre el pescado>>.
Poco después del estreno de Carmen, Bizet fallecía a causa de un infarto en Bougival, cerca de París.

Emmanuel Chabrier (1841-1894)
            Chabrier, hijo de un abogado, nació en Ambert (Puy de Dome). Aun cuando desde niño mostró gran disposición para la música, no empezó a componer en serio hasta la mitad de su vida, pues su padre lo educó para estudiar la carrera de leyes. Sin embargo, supo recuperar el tiempo perdido y su limitada educación musical – tomó lecciones de piano - fue suficiente para componer obras tan deliciosas y optimistas como la Rapsodia orquestal: España. Su técnica al teclado llegó a ser legendaria, tal como la describe su compañero, el compositor André Messager:
  << Atacaba el piano no sólo con las manos, sino con los codos, la frente, el estómago, e incluso con los pies, produciendo los efectos más inusuales y alcanzando un volumen similar al de una tormenta. Sólo se relajaba cuando el infortunado instrumento se tambaleaba ya sobre sus patas como un borracho>>.
            En opinión de muchos de sus coetáneos, la música de Chabrier era nada más que un entretenimiento gracioso y divertido, juicio que compartieron algunos comentaristas de principios del siglo XX. Pero hoy son mejor apreciados la profundidad y el valor de algunas de sus obras.
            Inspirado en parte por Wagner, y en particular por una interpretación de Tristán e Isolda, Chabrier decidió renunciar a su cargo de funcionario en el Ministerio de Interior para dedicarse a componer. Ya en 1979 había empezado a trabajar en Gwendoline: ópera de carácter serio inspirada en Wagner, que intentó representar en 1880, con tan mala suerte que la única compañía que accedió  a llevarla a escena quebró antes del estreno. Ese mismo año compuso una de sus obras para piano más célebres: Diez pièces pittoresques. Un viaje a España, en 1882, le inspiró su obra más popular: Rapsodia España, para orquesta, cuyo título original fue “Jota” – por la danza aragonesa -. Chabrier compuso esta pieza para suscitar en el público la misma emoción que el sintió cuando vio a los bailarines españoles interpretar esta danza. En ella se muestran las mejores características de su música. Otra de sus obras, tal vez su obra maestra, es la ópera cómica Le roi malgré lui (El rey a su pesar), estrenada en 1887, tampoco tuvo mucha suerte y se representó pocas veces. De ella, René Dumesnil escribió:
<< ¡Qué música! ¡Qué originalidad y habilidad para expresar algo nuevo! ¡Qué fresca parodia!...Su orquestación es tan admirable como la de Wagner, solo que impregnada de luz>>.
 Su música llena de viveza, es una continuación de la de Bizet, y sus encantadoras melodías y sus extraños ritmos son típicamente franceses. Si en vida no se le reconocieron estos valores, hacia 1920, el grupo de “Los Seis”, comenzó a estudiar y difundir su música, demostrando que fue una de las que abrieron el camino de la música moderna, sacándola de las brumas del impresionismo.

 

Camille Saint-Saëns (1835-1921)
Saint-Saëns nació en París. Su padre murió cuando apenas tenía tres meses, así que fue criado por su madre y su tía. Esta última le dio las primeras lecciones de piano con sólo tres años. A los cinco años ya participaba en conciertos, y a los diez ofreció su primer recital en la Sala Pleyel de París, con tal destreza que la crítica parisiense le llamó “el nuevo Mozart”. Aunque fue un prodigio capaz de tocar, a los diez años, todas las sonatas de piano de Beethoven, fue rechazado para el Prix de Roma, según se dice, por su falta de experiencia. A los catorce años fue admitido en el conservatorio de París, donde continuó sus estudios y trabó una íntima amistad con Liszt. Tres años más tarde ya era un organista brillante y pronto alcanzó fama de ser uno de los mejores organistas de su tiempo, - Liszt lo consideraba el mejor -, distinguiéndose además como pianista y director de orquesta. Una tras otra, sus obras fueron dándole lustre a su nombre. En 1853 obtuvo su primer éxito con el estreno de su Primera Sinfonía.
Sus improvisaciones semanales al órgano eran uno de los atractivos de la vida musical parisina. Su amor por el órgano se aprecia en toda su obra, sobre todo en el final de su Sinfonía nº3 “Órgano” (1886), una de sus piezas más oídas. Entre 1860-1870, escribió numerosas composiciones que se hicieron bastante famosas, entre ellas dos poemas sinfónicos: Le rouet d’Omphale y Phaëton.


A causa de la guerra franco-prusiana (1870-1871), tuvo que refugiarse en Londres. Durante su estancia allí, realizó estudios sobre la música inglesa antigua que le inspiraron su ópera Enrique VIII, y fue nombrado doctor honorario en Cambridge. A su regreso a Francia compuso dos de sus obras más conocidas: la Danse macabre (1875) y Samson  et  Dalila (1878), su ópera más famosa y también la más representada.
Saint-Saëns fue un gran viajero y tradujo sus impresiones y recuerdos, tanto en obras literarias como musicales. Publicó libros y artículos sobre sus viajes, sobre música, filosofía, astronomía y algunos volúmenes de poesía. Su libro Observaciones de un amigo de los animales, y la fantasía zoológica El carnaval de los animales, scherzo musical compuesto por él para un círculo de artistas parisienses, dan muestra de su gran interés por el mundo animal.
Sus viajes le inspiraron el Quinto concierto de piano “Egipcio”, y otra obra para piano y orquesta: África.



Gabriel Fauré (1845-1924)
Fauré nació en Parniers, al sur de Francia. De niño ya disfrutaba improvisando al piano, y a los nueve años ingresó en la Escuela Niedermeyer, escuela para organistas de iglesia y directores de coro, donde se formó durante once años. Uno de sus maestros fue Camile Saint-Saëns quien, contraviniendo las reglas del centro, presentó a su alumno obras de compositores contemporáneos como Liszt y Berlioz. La relación entre Fauré y Saint-Saëns se convertiría en una firme amistad de por vida. Después de graduarse, Fauré trabajó como organista en la iglesia de Rennes. Cuatro años más tarde regresó a París. Allí desempeñó, sucesivamente, los cargos de organista en las iglesias de Saint-Sulpice y Saint-Honoré, y de director de coros en la famosa iglesia de la Madeleine, donde sucedió a su maestro Saint-Saëns. En 1888, Fauré estrenó en la Madeleine su Requiem, reconocida obra maestra que el vicario recibió con frialdad, limitándose a decirle que se dejara de “novedades” y se ciñera al repertorio conocido. En 1896 fue nombrado profesor del Conservatorio, de cuyo centro fue director entre 1905 y 1920.




            Fauré se presentó como compositor, en 1865, con una colección de canciones con un depurado estilo de exquisita belleza, sensibilidad poética y frescura melódica que le hicieron acreedor al título conocido como el “Schumann francés”. Marcel Proust en su crónica À la recherche du temps perdu, (A la búsqueda del tiempo perdido), la mejor y la más sofisticada crónica de la época, se declaraba sin ambages “embriagado” por la música del compositor, al que consideraba, con humor pero certeramente, como un “gregorianista voluptuoso”, pues en su obra se daban la mano la sensualidad más exquisita y la austeridad y sencillez del canto llano. Llama la atención en la música de Fauré, la mezcla de la gracia y la claridad, típicamente francesas, con el espíritu clásico del arte griego.
            Estilísticamente, Fauré se encuentra en una zona de equilibrio entre dos estéticas divergentes, pero ambas de cuño genuinamente francés: el“Simbolismo”, con sus sofisticadas evocaciones, sus misterios y sus secretas correspondencias entre las artes; y el “Parnasianismo”, con su elegante claridad y precisión, su concisión, su refinamiento y su aspiración a la perfección.
Julien Tiersot escribió:
<<…no basta reconocer en él a un músico griego resucitado en nuestro siglo XX: es el espíritu del helenismo, tanto como sus formas lo que renace en él… Se lanza más allá de las esferas para traernos la pura belleza>>.

Un somero repaso al catálogo pianístico de Fauré podría llevar a pensar que estamos ante un émulo de Chopin, pues en él encontramos un repertorio pianístico que va desde preludios, caprichos y barcarolas, hasta los románticos nocturnos.
Academia de Bellas Artes Santa Cecilia

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